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Un pecado que se volvió "norma"

Una sociedad cristiana que acepta la corrupción como "normal"


Cuando decimos que algo es “normal” es porque todos aceptamos que es la “norma” o “ley” que rige nuestro comportamiento. Quienes se atreven a desafiar lo “normal”, los “sancionamos” de diferentes maneras porque son una especie de “forajidos” que no se sujetan a la “norma” establecida y, su comportamiento, su manera de pensar y de actuar se presentan como una amenaza para “el bienestar de todos”.



Nos damos cuenta que algo se vuelve normal, cuando se habla de ello ya sin escandalizarse. Este es el caso de la corrupción, de hecho, de ella se habla casi todos los días. Los diarios y noticieros constantemente sacan a la luz pruebas de vastas "redes" de negocios en los que están involucradas personas investidas de autoridad o en cargos públicos, que se han valido de su poder e influencias para favorecer intereses no limpios y ganancias ilegítimas.



Quizá los cristianos no estamos de acuerdo con esta manera de pensar y actuar, pero una vez que alguien (aunque se identifique como cristiano por su práctica religiosa) ha cedido a las insinuaciones de la corrupción, se ve obligado a guardar silencio y aceptar, aunque no le guste, un status de complicidad. Porque quien se ha dejado corromper vivirá condicionado por el temor de que su situación sea conocida y compromete su reputación.


Ciertamente la corrupción radica en las personas, pero se convierte en sistema, es decir en un "tejido" en el que se crean interdependencias de las que es difícil liberarse, incluso para aquellos que detestan la corrupción, sobre todo en un ambiente corrompido que no la estigmatiza sino la acepta e incluso la fomenta.



Solamente de saber el significado de la palabra, cualquier ser humano que tenga en su mente el bien y la dignidad de la persona, sentiría asco del término que significa destruir, arruinar, enturbiar, echar a perder, sobornar, falsificar, viciar, depravar, podrir, pervertir, torcerSer corrupto entonces, es ser alguien que echa a perder personas, grupos, comunidades, instituciones, sociedades…

Esta mala costumbre no nació en la sociedad de nuestros tiempos. Basta abrir las páginas de la Biblia para encontrarnos casos como el de los filisteos que corrompieron con dinero a Dalila, la concubina de Sansón, a fin de que lo traicionara y les hiciera saber la explicación de su fuerza portentosa (Jue 16, 4-21).



El caso más conocido y clamoroso es sin duda el de Judas Iscariote. El Evangelio de San Juan dice que "no le preocupaban los pobres, sino que era ladrón, y como tenía la bolsa (de la comunidad de los discípulos de Jesús) se llevaba lo que echaban en ella" (Jn 12, 6). Era un corrompido, esto explica su acción de ir donde los sumos sacerdotes judíos y les dijera: "¿qué me dan para entregarles a Jesús? Y lo entregó por treinta monedas de plata". (Mt 26, 14 ss; Mc 14, 10s y Lc 22, 3-6).


El corazón de Judas estaba corrompido, por eso pidió recompensa por su traición, y los sumos sacerdotes judíos también se movían en el mismo plano de la corrupción, por eso aceptaron el trato y se comprometieron a pagar por la traición. De hecho, ellos cuando supieron de la resurrección de Jesús, dieron una buena suma de dinero a los soldados para ocultar la verdad de los hechos (Mt 28, 11-15). Los sumos sacerdotes ya habían visto que el dinero podía inducir a un discípulo a la traición, y ahora, naturalmente, empleaban el mismo recurso para que los soldados que custodiaban el sepulcro de Cristo mintieran de modo que su resurrección apareciera como un fraude.



El episodio de Simón marcó profundamente la memoria de la Iglesia, y desde entonces se calificó con el nombre de "simonía" el pecado de intentar adquirir por un precio material los dones espirituales. La historia enseña que hubo épocas en que este pecado era frecuente y por eso se lo castigó con severidad, sobre todo cuando se pretendió "comprar" las ordenaciones de Obispos, presbíteros o diáconos (Hech 8, 19-23).



Cuando San Pablo estaba prisionero en poder del procurador romano Félix, en Cesarea. Este funcionario sabía que Pablo era inocente de las acusaciones que contra él presentaban los judíos. Pero dice el relato que “…como era un burócrata ávido de ascensos, postergó la decisión, porque esperaba que Pablo le diese dinero; por eso frecuentemente le mandaba a buscar y conversaba con él" (Hech 24, 26).


Como Pablo no le dio dinero, Félix, deseoso de ser ascendido, dejó a Pablo en prisión. Así Pablo no adquirió mediante dinero la libertad a la que tenía derecho y Félix negó un derecho porque no le dieron dinero para que lo reconociera. Pablo no quiso aplicar el falso principio de que "el fin justifica los medios" y no aceptó colaborar con la corrupción, aunque apareciera como "un mal menor". Félix, que era un corrupto, antepuso el dinero a la justicia.



Al final de cuentas el tentador (Mt 4, 8-10; Lc 4, 5-8) siempre busca ofrecer bienes de este mundo y gloria a cambio de obtener “adoración”. Él sabe que los bienes de este mundo no le pertenecen porque su dueño es Dios, sin embargo los ofrece para conseguir sus metas. Su camino siempre es la mentira para obtener aquello que no le pertenece. El que corrompe y el que se deja corromper tienen el mismo horizonte: la corrupción como herramienta para conseguir sus fines. Esto es lo que nos dibujan los textos bíblicos.


Jesús no se dejó corromper. Los cristianos nos decimos seguidores de Él. Cabe preguntarse entonces, a la luz de los casos de corrupción que muestra la Biblia ¿Qué grado de sinceridad hay en la confesión de fe del cristiano en la actualidad? Porque es evidente que nuestra sociedad es corrupta a todos los niveles y al mismo tiempo se confiesa cristiana en su mayoría. Entonces, ¿Qué sucede? ¿Por qué el cristiano corrompe o se deja corromper?


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