Ayudar a que las personas no utilicen la violencia en su convivencia
Desde siempre la violencia, en todas sus expresiones, ha sido una realidad no deseada por Dios en el ser humano y su contexto. Por eso, esta vez me detengo en un texto del Profeta Isaías (2, 2-4), para compartir con ustedes algunas luces que veo para contextualizar nuestra misión en nuestra sociedad marcada por esta realidad que muchos aceptan como normal y “natural” en las personas.
El profeta dice:
“Al final de los tiempos, el cerro de la Casa de Yahvé será puesto sobre los altos montes y dominará los lugares más elevados. Irán a verlo todas las naciones y subirán hacia él muchos pueblos, diciendo: Vengan, subamos al cerro de Yahvé, a la Casa del Dios de Jacob, para que nos enseñe sus caminos y caminemos por sus sendas. Porque la enseñanza irradia de Sión, de Jerusalén sale la Palabra de Yahvé… Harán arados de sus espadas y sacarán hoces de las lanzas. Una nación no levantará la espada contra la otra, y no se adiestrarán para la guerra”.
No hace falta mucha ciencia para comprender que la primera cosa que hace una persona o un pueblo cuando se encuentra con Dios, es abandonar la violencia como modo de relación. Transforma sus “espadas y lanzas” en instrumentos de trabajo.
Dejar de adiestrarse para matar es la primera consecuencia del encuentro con Dios y de la escucha de su Palabra, de sus enseñanzas.
Desde esta perspectiva, si me considero "evangelizador", y uno de mis servicios principales es anunciar o comunicar la Palabra de Dios o si soy un asiduo lector de la Biblia y me considero una persona religiosa, debe preguntarme:
¿utilizo la violencia conmigo mismo, con los demás, con el entorno? ¿puedo decir que no uso "armas" para defenderme o atacar? ¿Las personas que acompaño y les comunico la palabra de Dios, han dejado de ser violentas?
Hemos nacido y crecido en contextos donde la violencia es utilizada de diferentes maneras, es más, nuestras propias familias, las instituciones donde fuimos educados o estamos siendo educados, los grupos de intereses en los que nos involucramos, los diferentes espacios o ambientes donde nos movemos, son verdaderas "escuelas de violencia" porque en éstos espacios, la violencia, con frecuencia, es considerada la forma normal, espontánea y natural de resolver las cosas…
Para nadie es una novedad si decimos que vivimos en una sociedad que nos “aconseja” andar siempre “armados” contra los demás. Pero eso no justifica que como cristianos asumamos también esta manera de ser, de pensar y de actuar. Nosotros estamos llamados a abrir procesos, impulsar iniciativas y espacios donde se cultive a la persona en un modo pacífico de existir y convivir, porque nuestro horizonte misionero es la fraternidad social. Por ello llamamos a Dios "PADRE NUESTRO".
“los cristianos no usamos "armas" para defendernos o atacar, porque el bien común (amor social) es el motor de nuestras relaciones interpersonales, por eso hacemos arados de nuestras espadas y no nos adiestramos para la violencia”.
Nuestra misión, entonces, comienza desde dentro de nosotros mismos y de nuestras comunidades cristianas: trabajar para convertir nuestra persona, nuestros grupos y organizaciones cristianas en espacios donde se “desaprende la violencia” y se reconstruye una personalidad pacífica, fraterna, solidaria.
La misión concreta es convertir nuestros grupos, organizaciones, instituciones y procesos en una especie de “gimnasios donde se entrena al ser humano para ser hermano de los demás”. Donde el “amor al enemigo” termina por convertirlo en “amigo y hermano”.
Los bautizados también somos violentos, esto nadie lo puede desmentir o negar, precisamente porque, somos hijos de una cultura que funciona desde la violencia. Por lo mismo, nuestra misión pacificadora exige creatividad estratégica para hacer a los cristianos “lugares de paz” en la sociedad. No podemos aceptar resignadamente la violencia como un “mal menor”, nuestra misión tiene mucho que ver con el entrenamiento de las personas para manejar los conflictos sin recurrir a la violencia.
Esta misión pacificadora de la persona y sus entornos implica toda una preparación en metodologías, técnicas, lenguajes… que nos permitan conseguir este fin en las personas que acompañamos en su crecimiento humano y espiritual.
Mostrar alternativas a la violencia, en la actualidad, se vuelve un imperativo fundamental en la misión que Dios nos ha encomendado en este mundo.
La misión de transformar las espadas y lanzas en instrumentos de trabajo y convivencia pacífica, es la que compartimos con Jesús “el príncipe de la paz” y “la luz del mundo”. Meta que puede ser lograda en la medida en que seamos capaces de reflejar esta luz en la oscuridad que crean las relaciones violentas. Luz que comienza iluminar en la medida en que somos capaces de mostrar y promocionar maneras de vivir y convivir distintas a la violencia, comenzando por nosotros mismos y nuestras comunidades cristianas.
Sabemos que no hay una fórmula mágica para lograrlo, se requiere más bien, además de la pasión por un mundo más justo y fraterno, estudio, dedicación, capacitación, entrenamiento y, sobre todo, disponibilidad al sufrimiento y al martirio.
En nuestro trabajo evangelizador, no debemos perder de vista que el Reino, del que somos constructores, es “justicia, paz y alegría” (Rm 14, 17). Sin la existencia de estos tres elementos en cualquiera de las personas, grupos o lugares en los contextos donde nos encontramos, no podemos decir que el Reino está presente, más bien es un proyecto que debe comenzar a realizarse, y ésta es nuestra misión. En este sentido, “tener hambre y sed de justicia” (Mt 5, 6) y ser “constructores de paz” (Mt 5, 9), se vuelven los pilares que sostienen nuestra identidad misionera en el mundo que nos tocó vivir.
Podemos decir, finalmente, que escuchar la Palabra de Dios y asumir sus enseñanzas hace que las espadas y las lanzas comiencen a transformarse en instrumentos de paz y de justicia en nuestra persona y nuestras comunidades. Luego, es necesario subir al monte más alto donde podamos ver con mayor amplitud las realidades, comprenderlas mejor para acompañarlas de una manera más realista y objetiva; también para que todos nos vean (testimonio personal y comunitario) y comiencen a imitar nuestro comportamiento.
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