A veces la mentira se vuelve nuestra verdad y eso nos quita la paz
Yo nací en un pueblito de la Mixteca oaxaqueña en la segunda mitad de la década de los 60. En esos años a las personas que nacíamos ahí nos llamaban “indígenas”; en la actualidad, como habrás notado, nos dicen “personas de pueblos originarios” para matizar o suavizar la carga despectiva que el término “indígena” tiene y las consecuencias discriminatorias en todos los ámbitos de la vida social.
Pensaba que era humano como todos
Mi infancia la viví en mi pueblo rodeado de personas que tenían las mismas características físicas que yo, el mismo lenguaje, los mismos hábitos y costumbres que fueron dando forma a mi ser. En ese tiempo pensaba que yo era una persona como cualquiera, un ser humano normal que se llamaba Joel, simplemente eso.
Ya siendo adolescente, tuve que salir de mi pueblo para trabajar y poder continuar mis estudios en la ciudad. Cuando me encontré en el ambiente urbano, percibí que muchos me miraban como si fuera una “rareza”, sus miradas, sus actitudes, su manera de hablarme… me decían que yo no era igual que ellos. En el trabajo y en la escuela me hacían notar que yo era una especie de “ser inferior”, casi un “subhumano”. Ahí por primera vez no me llamaron por mi nombre: me llamaron “indio”.
En ese lugar que te hacen ver que “no es tu mundo”, que “no es tu lugar”, comienzas a experimentar la exclusión, la discriminación, la indiferencia y la invisibilidad social. Allí, te surgen interrogantes y comienzas a buscar los “porqués” de ese maltrato, de esa minimización de tu dignidad, de esa invisibilidad de tu ser específico. Y las respuestas, poco a poco, las vas encontrando cuando vuelves la mirada a ti mismo, cuando te miras al espejo y te das cuenta que físicamente no eres como aquellos a quienes la sociedad valora más, respeta más, escucha más…
El peso del lugar y el color
Te vas dando cuenta que el color de tu piel, el lugar donde naciste, el grupo humano del que provienes, pesan mucho a la hora de definir el valor de tu persona, la importancia de tu ser, de tu palabra, de tu saber, de tu visión… En este sentido, el color de la mixteca me arrinconó al lugar de mis semejantes: la periferia social y eclesial. Al lugar de la pobreza humana y la ignorancia, al lugar de lo primitivo y lo subdesarrollado, al lugar de lo insignificante y de poca importancia para la sociedad e incluso para la Iglesia… el trato de quienes no eran como yo me hacía sentir eso.
Me fui dando cuenta que el trato que se daba a quienes no eran de piel morena, a aquellos que su lugar de origen era un contexto urbano, que su estructura corporal y su piel tenían “pinceladas” de Europa, eran más valorados y respetados. Como que se les reconocía un valor mayor que a quienes proveníamos de regiones y pueblos indígenas. Eso era evidente en el trato y en las oportunidades que se tenían en todos los ámbitos de la sociedad.
Ese discurso de minimización de tu ser, con hechos y palabras, se vuelve tan cotidiano, tan de todos los días que terminas por creer que es verdad, que tu valor, tus derechos, oportunidades y responsabilidades son menores que las de aquellos que son diferentes a ti y, los comienzas a considerar mejores que tú y, así los tratas, desde esa convicción y perspectiva comienzas a relacionarte con ellos. Comienzas a creer que no es bueno ser tú, que los rasgos específicos que te dan tus raíces son un problema para alcanzar la misma dignidad humana que tienen aquellos que la sociedad idealiza y promueve. Y comienzas a sentir vergüenza de ti mismo.
El deseo de no querer ser yo
Así comenzó en mí el doloroso camino de la imitación como vía para mendigar dignidad. Esto me llevó a buscar círculos de convivencia y amistad que me asemejaran a ese ser humano más valorado y tomado en cuenta en la sociedad. Un deseo de no ser yo comenzó habitar mi interior, un deseo de ser otra persona que no llevara el color indígena, que no tuviera la etiqueta social que marcaba a quienes provenían de zonas de esos pueblos que llaman “originarios”, porque eso me cerraba puertas por todas partes. Comencé a pensar que ser hijo de esa “raza” que retrata antepasados prehispánicos que se pensaban muertos, era el principal problema para mi realización personal, para mi felicidad…
Una especie de “endorracismo” comenzó mover mi existencia; es decir, un racismo interior contra mí mismo, contra las evidencias físicas y culturales de mis orígenes, una especie de desprecio de mi ser se convirtió en el motor de mis comportamientos, actitudes e ideales.
En el fondo siempre sabes quién eres y de dónde vienes, que es imposible no ser tú. Que la etiqueta social de ser humano inferior, aunque no quieras, te acompañará en los contextos discriminatorios donde vives y convives. Que será muy difícil que te miren y te valoren con la misma dignidad quienes no están acostumbrados a reconocer como iguales a quienes encarnan la raíz prehispánica.
¿Político? ¿Sacerdote? ¿Religioso? ¿Una profesión? Talvez se puedan presentar como vías para ser significativo e importante en una sociedad donde tu presencia significa poco o nada. Pero no, la experiencia dice que, solo el encuentro con Dios puede mostrarte cómo ser tú mismo, porque Él es la fuente de la autenticidad. De hecho, el Nombre de Dios es YO SOY EL QUE SOY (Ex 3, 14-16) y, si comienzas a creer que tú eres imagen y semejanza de Él, comenzaras el camino de la originalidad y la autenticidad que te llevará a la dignidad que la sociedad nunca te dará: la de un ser humano hijo de Dios que no tiene miedo de ser como su Padre: EL QUE ES, simplemente eso. Así, mostrarás al mundo que la solución al racismo comienza en uno mismo, este es el primer paso.
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