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"No es bueno que el ser humano esté solo"

La importancia de la socialidad cristiana en la construcción de la paz


“No es bueno que el hombre esté solo…” Dice Dios en el relato del Génesis (2, 18-23), haciendo notar la naturaleza del ser humano: la socialidad. Los científicos de la sociedad afirman que somos seres sociales por naturaleza, por eso, desde la perspectiva que queramos, la socialidad es fundamental para nuestra existencia. Nadie puede negar que desde que nacemos somos colocados en un ambiente social y cultural que no hemos escogido y termina por condicionar nuestra personalidad de diferentes maneras.



Crecemos sobre una base conocida como “interdependencia”, es decir, todo ser humano, para poder vivir y realizarse como persona, ya sea de manera individual o colectiva, necesita de otros, nadie es autosuficiente. Cualquiera que pretenda ir solo por la vida, sencillamente no sobrevive, no avanza y se degrada humanamente.

El aislamiento, para cualquier individuo o grupo humano, es el comienzo de su agonía; pero también la dependencia porque es la negación de ser él mismo, lo cual equivale a no existir. Dependencia y aislamiento limitan el desarrollo humano en cualquier parte del mundo.


La interdependencia, horizonte que la Iglesia siempre ha planteado en su enseñanza, es un hecho universal que, en muchos aspectos debe ser corregido y humanizado, pero debe ser aceptado y promovido por todos, sobre todo por quienes dicen ser hijos de un Dios que es Padre de la humanidad.

En toda sociedad existen fuerzas generadas por el ambiente, por instituciones y relaciones de diversa índole, que plantean la “privatización” de la vida y nos hacen cada vez menos sociables, planteándonos un horizonte de autonomía donde el ideal es un destino individual desconectado del de los demás. En este sentido, la sociedad se convierte en una multitud de individuos físicamente cercanos pero sin ninguna conexión entre ellos, cada uno buscando realizarse independientemente de los demás, buscando hacer valer sus propios intereses.



Para el cristiano el ser humano es sociable, porque así lo quiere Dios, no es producto de un simple pacto social. Las sociedades, en este sentido, nacen desde el ser humano porque su naturaleza lo exige. Aunque no queramos, estamos relacionados intrínsecamente a los demás, necesitamos del otro, somos seres complementarios. Ciertamente el ser humano es libre, pero su naturaleza social lo coloca en el plano de la “indigencia”, es decir en la necesidad de integrarse y colaborar con sus semejantes. Esto es lo que la Iglesia llama “capacidad de comunión” y que, en perspectiva social, se conoce como “corresponsabilidad”.


La trascendencia, en el sentido que venimos hablando, es simplemente esa realidad humana que empuja al individuo a buscar al otro para complementar su desarrollo. Esto, lógicamente implica reciprocidad y diálogo en función de un ambiente favorable para todos. Esta intersubjetividad y libertad humana no desemboca automáticamente en fraternidad, comunión o colaboración en la sociedad, porque la también natural soberbia y egoísmo de los individuos no lo permite.



Hablar de comunidad en este tipo de sociedad que nos tocó vivir, es como hablar de una “utopía”, es decir, algo irrealizable, una fantasía, un sueño… Esa comunidad cristiana donde la reciprocidad, el don que cada uno hace de sí mismo, se va disolviendo en la resignación de los mismos cristianos que van aceptando que la sociedad ya es así: un espacio de individuos reducidos a objetos o instrumentos que están juntos, pero al mismo tiempo insensibles a sus existencias, o cuando mucho, un campo de batalla donde se trata de pelear todos contra todos.



Un tejido social armónico y en comunión requiere del espíritu de Pentecostés: una mentalidad en la que todos los grupos humanos desarrollan su propia fisonomía dando y recibiendo de los demás sin dejar de ser ellos mismos. Pretender que todos tengan la misma forma es lo más antihumano que puede existir en cualquier sociedad, porque es aniquilar el ser de individuos y colectividades.


Algo que no debemos olvidar nunca, sobre todo los cristianos, es que el único que es capaz de humanizar la sociedad es el propio ser humano. Pero ¿es posible con individuos deshumanizados?

El modo como nos relacionamos entre cristianos es el mejor aporte que podemos dar a una sociedad que está bajo la sombra de la violencia en sus diferentes expresiones. Violencia que, con frecuencia, está siendo incluso promovida, apoyada o realizada por cristianos, en sociedades ampliamente identificadas con el cristianismo en sus diversas manifestaciones.



Somos humanos y cristianos al mismo tiempo, es decir, la sociabilidad fraterna debería ser nuestra característica principal en esta sociedad abrazada por la paranoia.


El don recíproco, la unidad en la diversidad, la vida comunitaria… desde los inicios de la existencia de las primeras comunidades cristianas, fue el distintivo principal del seguimiento de Cristo y esto no debería perderse para ser verdaderamente “luz de las naciones”, identidad que la Iglesia recuperó desde el Concilio Vaticano II.

Parte de la misión de nuestras comunidades cristianas, es hacer que todo ser humano no olvide que fue creado a “imagen y semejanza de Dios”, es decir, sociable, comunitario, porque Dios es comunidad. Eso que llamamos “el Nosotros divino”, que es Dios, para nosotros cristianos, es lo que debe traducirse en el “nosotros humano” que permite la comunión y participación desde lo que cada uno es. Humanizar la sociabilidad humana es el desafío que tenemos los cristianos hoy.



Nuestra fe en un Dios-Trinidad no es una utopía. Se concreta en una vida comunitaria, en vivir con los otros, por los otros, en los otros y gracias a los otros.

Cuando hablamos de una “vida nueva”, de una “sociedad nueva”, los cristianos debemos entender una vida menos individualista, una sociedad no hecha de soledades juntas, anónimas, sino de una sociedad cada vez más participativa, y por lo mismo, una sociedad democrática cada vez más justa y fraterna, a través de diversas comunidades que, valorando las diversidades, buscan el bien común donde nadie vive en situación de inferioridad.


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