Mirar a la tierra como Madre y Hermana
Los caminos de la misión me han llevado a encontrarme con diversos pueblos originarios. Caminé un tiempo con el pueblo P´urépecha en México, con el pueblo Sikuani en Colombia y, en Ecuador visitaba con frecuencia a pueblos Chachis y Quichuas. No caminé con ellos como indígena porque yo solamente me consideraba “evangelizador” y, los criterios para la convivencia con ellos eran aquellos que la Iglesia y la cultura predominante consideraban “universales”, es decir, “comunes” a cualquier ser humano independientemente de su raza, nacionalidad o cultura local.
Un mensajero de occidente
Yo soy indígena mixteco, pero como no aprendí la lengua local de mi región sino crecí hablando español y mi nombre y apellidos no tenían nada de mixteco, no me sentía parte de ningún pueblo originario. Me miraba a mí mismo simplemente como “misionero”. Por lo mismo, mi manera de pensar, de creer y de relacionarme conmigo mismo, con los demás, con la naturaleza y con Dios, no tenía nada que ver con una persona cultivada en la región mixteca y, más bien, mis puntos de referencia se anclaban en los principios y valores de occidente donde se forjó también la Iglesia de la cual yo era mensajero entre estos pueblos.
Algo común que notaba en las personas de todos esos pueblos era el modo como caminaban: lo hacían con tanta delicadeza y suavidad que parecía que no querían “lastimar” la tierra, la manera que tenían de relacionarse con ella era tan “extraña” para mí que, hasta me parecía algo “ridículo”, porque compartían con ella bebidas y alimentos en ritos que yo consideraba “paganos”, porque así lo veían muchos en la Iglesia y esa era mi mirada. Me parecía “absurdo” que hablaran con las plantas y pidieran “permiso” a la tierra para poder cavar en ella o cortar un árbol, o pedir al árbol o la planta una rama o unas hojas para alimento o medicina… no me cabía en la mente que hubiera personas que consideraran a la tierra y la naturaleza como una persona viva a la que trataban con respeto, admiración y agradecimiento.
Encuentro con el “Espíritu”
Después de un tiempo de camino con estos pueblos fui encontrándome con el “espíritu” profundo de esa visión que, según yo, no estaba en sintonía con la visión que la Iglesia pretendía comunicar. Esta manera de pensar comenzó a modificarse cuando me encontré con San Francisco de Asís que, según nuestra fe cristiana, era el Espíritu de Dios quien hacía que este ser humano, nacido y forjado en Europa, viera a la naturaleza desde el plano de la fraternidad y por eso, para él la tierra y todo lo que en ella existía, eran sus hermanos y hermanas. La santidad de este ser humano pasaba por esta visión de la creación como persona viva con la que se relacionaba con afecto y no con violencia.
Esta novedad contemplativa en la que me fue metiendo la convivencia con estos pueblos, me fue llevando a la conciencia de mi ser, de mis orígenes, al encuentro con el “espíritu originario” de mi presencia en el mundo: esa presencia que socialmente llaman “indígena”. Ese viaje de retorno espiritual al que me obligaba hacer cada encuentro con las personas de estos pueblos, porque cada una de ellas se convertían en un “espejo” donde me miraba a mí mismo, me llevó a escuchar al “espíritu de mis abuelos”, esos que yo veía que no usaban zapatos o “huaraches” como los llamamos en muchas zonas de México.
Descalzarse ante la tierra
Fui trayendo a mi mente esas fotografías mentales en las que se dibujaron actitudes, comportamientos, estilos de vida… que, cuando tuve contacto con el espejismo de occidente comencé a considerar poco dignos y miserables. Esas imágenes le mostraban a mi conciencia las razones por las que los abuelos se descalzaban y llevaban sus huaraches en las manos. Yo pensaba que su pobreza los hacía caminar descalzos para no desgastarlos. Pero la contemplación de sus actitudes me decían que no, era una razón más profunda: lo hacían para acariciar la tierra, para no lastimarla, para sentirla y ser parte de ella… Mi mirada miserable no lograba percibir la actitud de Moisés que se descalza porque la tierra es sagrada (Ex 3, 5).
Pero ¿por qué respetar tanto a la tierra? Eso lo entendí con los pueblos andinos del Ecuador: la tierra era Pacha Mama, es decir, la mamá del ser humano. Eso me decían los abuelos cuando me decían que me quitara los huaraches para caminar descalzo y, yo pensaba que lo hacían porque querían hacerme sufrir, para que me acostumbrara a ser pobre… ¡Qué pensamiento tan miserable el mío!
Comunión de vida
Recuerdo cómo los abuelos pedían permiso a la montaña para cortar un árbol, para tomar agua o para abrir un nuevo campo de cultivo… La manera cariñosa y respetuosa con la que hablaban con el monte, el agua, las plantas, los animales… hacía que colaboraran con nosotros en la siembra, en la sanación de enfermedades… que de esa manera ellos nos comparten con gusto su vida. Por eso, decían, no debemos “someter”, “violentar” la tierra y todo cuanto hay en ella porque tienen sentimientos.
Con los “pueblos originarios” no aprendí, “recordé”, es decir, volví a pasar por el corazón la mirada de los abuelos que arrinconé al lugar del olvido. Había olvidado que la tierra es la madre del ser humano y, todo lo que hay en ella, son sus hermanos y hermanas. Yo pensaba que eran “recursos” que había qué utilizar para mi bienestar, que debía “dominarla”, “someterla”, “explotarla”… ¡Qué manera de pensar y de creer tan miserable! Se me olvidó que cuando amas a una persona, la cuidas y cultivas con ella relaciones que generan vida. Se me había olvidado amar la tierra porque no miraba desde los ojos de Dios sino desde la mirada depredadora de una cultura que no te dice que tu misión es “cuidarla y cultivarla”, eso nos dice el Génesis (2,15).
Confieso que después de terminar de leer este artículo me quedé en silencio un largo tiempo, me transporté a su historia, la manera de cómo fue descubriendo esta bella relación entre el ser humano y la tierra, muy profundo el mensaje. Me encanta contemplar la naturaleza, sus paisajes, pero no me había puesto a pensar así ha profundidad, cómo es mi relación con ella y cómo la estoy valorando. Sin duda aún tengo que aprender mucho de este tema. Gracias infinitas por compartir su experiencia.
El extractivismo, deforestación sin límite, hacen ver que el pensamiento de la cultura occidental tan elevada en su ego, termina siendo depredador, y para nada en sintonía con el pensamiento y creencias de los pueblos autóctonos de nuestros países, por ello el enfrentamiento entre estas culturas; pues lo que se nos ha enseñado es una ilusión de superioridad sobre toda la creación; lamentablemente todos lo hemos aprendido y es de justicia sacarnos de encima esas creencias, aprendidas desde el día que nacimos.
Se hace tan necesario en estos tiempos en los que la madre tierra está siendo maltratada y que de la naturaleza se extrae tantos sus recursos, con violencia, sometiendo a la creación a su ruina por parte del…