No dejar a la persona en la infancia o adolescencia
Dicen que los adolescentes se caracterizan por la inestabilidad y porque se niegan a asumir sus responsabilidades. Algunos dicen que la infancia y la adolescencia son etapas despreocupadas en las que se busca la felicidad individual aunque esto signifique complicarles la vida a los demás. Que aunque el mundo se esté haciendo pedazos a su alrededor, no se dan cuenta o simplemente no les importa, porque ante sus ojos solamente existen ellos y sus intereses.
Te comento esto porque seguramente en el trabajo de la promoción de la paz en un lugar donde las violencias son cada vez más evidentes, encontrarás personas que se comportan así. Y esto, sin duda, puede sembrarte desánimos, frustraciones y desesperanzas.
La misión de sembrar la paz en las personas y sus entornos familiares, laborales, vecinales, sociales... exige una cercanía al modo de ser y de pensar de la gente, conocer más de cerca sus corazones, su interioridad, su espíritu. Porque, al final de cuentas, sembrar la paz implica dialogar, conversar con ese corazón que, con frecuencia, nos parece que está repleto de egoísmo, porque lo sentimos angustiado por cubrir sus propias necesidades, de satisfacer sus deseos y conseguir sus propios intereses.
La mayoría de la gente que nos busca, por lo general, es solamente para su bienestar personal o, cuando mucho, para su familia. Este egocentrismo, sin duda, lo hemos sentido en jóvenes, adultos, ricos, pobres, profesionales, analfabetos... como que es un mal que infecta a toda la gente como una epidemia, no respeta sexo, condición social, económica, religiosa o cultural. Creo que te has dado cuenta de eso en tu experiencia de acompañamiento de personas en tu trabajo de promover la paz.
En este camino de animación a la colaboración para sembrar, promover y realizar la paz personal y social, estoy seguro que te has encontrado con profesionales exitosos, con personas con una buena situación económica, con intelectuales reconocidos por sus ideas y sus conocimientos, con jóvenes llenos de vitalidad en todos los sentidos. Pero que se comportan como adolescentes egocéntricos, irresponsables, narcisistas…
Personas que tienen una visión despreocupada de la vida, siempre viviendo el presente sin interés por el futuro de si mismos y mucho menos de los demás. Como si sus sueños se hubieran empequeñecido tanto que no van más allá del “hoy” y de lo que ofrece el mercado. Como si sus ojos se hubieran empañado para ver todo lo que les rodea como cosas para usar y tirar, aún las mismas personas las ven como “cosas que caminan”.
En esta misión de pacificar a las personas y sus sociedades, a veces, puede parecernos estar conversando con corazones que cada vez más se van petrificando, es decir, cada vez menos sensibles, menos tiernos, menos solidarios,… van perdiendo la capacidad de amar y por eso la gratuidad va desapareciendo de su experiencia, ya no saben qué es eso.
También podemos encontrar personas que a simple vista parecen tener, en sí mismas, una seguridad y confianza envidiables. Pero cuando nos sentamos a conversar, poco a poco, va apareciendo un horizonte lleno de inseguridad que clama por un acompañamiento, porque la soledad los está matando; pero su incapacidad de relacionarse con los demás o su orgullo personal, no los deja reconocer que necesitan de los demás.
Vamos encontrando personas que internamente no están satisfechas con lo que poseen, ni con lo que hacen, que no ven otra alternativa para llenar el vacío de su corazón que el consumismo salvaje que luego los aprisiona y poco a poco va matando su humanidad. Personas que se limitan a buscar o tener relaciones personales intermitentes, momentáneas, instantáneas, fugaces… que viven una contradicción profunda: tiemblan ante la idea de un compromiso que limite su libertad y al mismo tiempo son conscientes de la falta de estabilidad en su vida.
No sé si tienes la impresión de que, en este camino de siembra de la paz, vas encontrando vidas tristes y confundidas que deambulan sin saber a dónde van a parar: sin claridad, sin sueños, sin esperanzas, sin un horizonte que oriente su existencia. Y como que las religiones, las autoridades locales y nacionales están dando respuestas a preguntas que la gente no está haciendo, como que las búsquedas van en una dirección y las respuestas en otra. Al menos ese parece ser el panorama de quien busca pacificar a las personas y la sociedad.
Ayudar a encontrar sentido, dirección, rumbo a la vida de las personas que econtramos en nuestro camino de pacificación individual y colectiva, implica establecer procesos que las conduzcan a la madurez, a no tener miedo de ser adultos en su manera de pensar y actuar. Es decir, que no tengan miedo de abordar los desafíos de la realidad que los obliga a crecer humanamente, a plantearse objetivos y asumir riesgos. Que se atrevan a dejar la adolescencia religiosa y social para salir al mundo y asumir responsabilidades, que se vuelvan personas pre-ocupadas y ocupadas en mejorar el entorno donde viven y conviven.
La misión de pacificación implica ayudar a las personas a dejar esa vida cómoda y placentera en la que otros son los responsables, donde todo el tiempo se ocupa para sí mismos y por eso no pueden pensar y ocuparse de los demás. Dejar esa manera de vivir donde el tiempo a penas les alcanza para ellos mismos para comenzar a descubrir la belleza de hacer el bien a los demás, a la conciencia de que el bien personal depende también del bien del otro. Es decir, implica ayudar a las personas a descubrirse como seres capaces de bien, de bondad... a descubrirse como personas buenas como Dios.
El constructor de paz sabe que si queremos una sociedad más pacífica y fraterna, más justa y solidaria, no es bueno que la mayoría de las personas se queden en una manera adolescente de pensar y existir. Porque si es así, no será posible que haya personas que se ocupen de los demás, del bien común. Sería un mundo "niño-adolescente" que se niega a crecer, lleno de egoísmo, de irresponsabilidad, que gira entorno a intereses individualistas.
Me viene en mente, en este momento, el profeta Jeremías, un joven que ante la invitación de Dios a hacerse responsable de la vida de los demás, dijo en tono angustiado: “No, yo no puedo… yo soy un muchacho que no sabe hablar… (Jer 1, 6)”, pero al final le hizo caso a Dios y se lanzó, aún en medio de sus temores, a la aventura de la misión que el Señor le encomendó. No tuvo miedo a crecer y dedicar su vida para el bien de los demás. ¿Y tú? ¿Te atreverías?
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