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La paz exige ser hermanos y santos...

Recordar y no olvidar quiénes somos en la sociedad



La instrucción Redemptionis Sacramentum, aprobada por el Papa Juan Pablo II el 19 de marzo de 2004, en el Capítulo II dice que la participación de los laicos en la celebración de la Eucaristía, no puede equivaler a una mera presencia, más o menos pasiva, sino que debe ser un verdadero ejercicio de la fe y de la dignidad bautismal, que la fuerza de la acción litúrgica no está en el cambio frecuente de los ritos, sino, en profundizar en la Palabra de Dios y en el Misterio que se celebra. Esto implica profundizar sobre nuestro ser más profundo como cristianos, es decir, preguntarnos siempre ¿quiénes somos en la sociedad en la que nos encontramos? ¿Para qué estamos en ella?


Si miramos el comportamiento y la participación de los cristianos católicos en la vida de la Iglesia, parece que su fe y su vida religiosa se reduce a eventos familiares, fiestas patronales, participación cíclica de celebraciones devocionales a imágenes de santos que consideran más o menos "milagrosos" o de identidad católica y nacional como es el caso de la devoción a la virgen de Guadalupe en nuestro país y otras imágenes religiosas regionales a quienes hasta los maleantes acuden a sus santuarios llevando ofrendas.



Los Hechos de los Apóstoles, en el Nuevo Testamento, nos recuerdan que la misión principal de la persona que se dice discípula y seguidora de Jesús es ser presencia de su Maestro dondequiera que sea (Hech 1, 6-8). Presencia de su mensaje, de sus enseñanzas, de su persona pacificadora del ser humano y sus entornos. Esto significa en concreto, reconocer que, en la actualidad, Jesús no es solamente un "individuo" sino, sobre todo, UNA COMUNIDAD DE PERSONAS que se preocupan y se ocupan en liberar, curar, devolver la capacidad de ver a quienes no pueden, no saben o no quieren ver la realidad, que devuelven la capacidad de escuchar a quienes no saben o no quieren escuchar, una comunidad que se empeña en "resucitar muertos", es decir, devolver la sensibilidad a los insensibles, levantarlos y ponerlos en movimiento.



Quien lee con atención el Nuevo Testamento, puede percibir que textos como el Deuteronomio (Dt 7,6), el Éxodo (Ex 19, 4-6), Oseas (Os 2, 1-2), están muy presentes en la conciencia de los primeros cristianos; la Primera Carta de San Pedro (1Pe 2, 4-5. 9-10) resume esta conciencia de la comunidad cristiana; esa conciencia que nos dice que, como bautizados, somos hijos de Dios, por eso somos libres, justos, fuente de vida y no de muerte; que somos amados y elegidos por Él para insertarnos en medio de la gente para liberarla, hacerla justa, pacífica, fraterna, que no sea fuente de violencia y de muerte sino cada vez más semejante a su Papá que es Dios.



El término ‘Amm (hebreo) de donde se deriva la palabra AMÉN que decimos con frecuencia, debe ser nuestra autoconciencia como bautizados. Con ella expresamos esa dimensión familiar que Jesús quería que vivieran sus discípulos, ya que este término hace referencia a un conjunto de personas unidas por los mismos vínculos de sangre (vínculos parentales). Éste es el sentido más profundo del “amén” que pronunciamos cotidianamente, es nuestra identidad más profunda que nos permite vernos como “hermanos”, como familiares, como parientes (Mt 28, 10), por eso, la “fraternidad”, para nosotros, es el camino de convivencia y de salvación de todos y cada uno ahí donde vivimos y convivimos.



Ser conscientes de ser una comunidad de hermanos y hermanas que en algo se parecen a su Papá-Dios, implica asumir una existencia, individual y comunitaria, que se vuelve "sagrada" en la sociedad porque refleja algo del ser y de la vida de Dios en todos los ámbitos de la convivencia humana. Esto hace que nuestra presencia se vuelva signo visible de la santidad de Dios que es potencia de vida, de amor y de misericordia en el contexto en el que nos encontramos porque la conciencia de ser "parientes de Dios", "consanguíneos de Dios", "hijos de Dios", nos obliga a hacer visible ese parentesco divino en hechos y palabras.



El trabajo por la paz, en un contexto violento como el nuestro, plantea la necesidad y urgencia de ayudar a las personas a descubrir a Dios como Papá, aceptar ser sus hijos e hijas y asumir la fraternidad como camino de salvación social. Es decir, ayudar a dejar esa visión idólatra que tienen de Dios, que la historia y la tradición sembró en sus conciencias: ese dios que no ve, no oye, no siente, que no mueve un solo dedo para cambiar las cosas y liberar a su pueblo (salmo 115); y ayudarlas a ser conscientes de que no insultan a Dios si se identifican con Él y asumen su modo de ser en el contexto en el que se encuentran.


Si entendemos el trabajo por la paz como “ayudar al ser humano a ser como Dios”, “ayudar a ser y sentirse hijo de Dios”, es indispensable que quienes acompañamos a las personas en su crecimiento humano y espiritual, seamos personas con experiencia profunda de Dios, para poder decir a la gente “cómo es Dios”. Para poder decirles sin miedos culturales, sociopolíticos y religiosos, que Dios es creador, que nos encarga cuidar y cultivar la tierra para que todos tengan vida en abundancia; que Dios es liberador y que interpela la conciencia de todos en favor de los oprimidos; que es  defensor de los pobres, que defiende a los débiles y que quiere relaciones de justicia. (Sal 9, 10.13; 10,14.17.18; 40,18; 72,12-14; 76,10; 103,6). Solo así el bautizado entenderá que, para hacer visible a Dios que camina con su pueblo y que cumple sus promesas de justicia y paz para todos, tiene que ser él y su comunidad quienes hagan visible esto en sus sociedades (cf. Is 2,2-4; 9,1-4.6; 32,15-18; 60,17-18; Miq 4,1-4).

 


Cuando decimos que el bautizado, como ser humano y como seguidor de Jesucristo, es “imagen y semejanza de Dios” (Gn 1, 26), no solamente se debe tener presente su dignidad como ser humano sino también la misión que se deriva de esta conciencia de ser “hijo de Dios”, esa conciencia de ser “hermano y santo” en el mundo de hoy. Por lo mismo, está llamado a ser como Dios: creador, liberador, defensor de los débiles, justo, comunitario, metido en la vida de su pueblo, generador de paz y custodio de la vida.

 

Si este ser humano con el que nos encontramos no es como Dios, significa que no sabe, que no es consciente, que se le ha olvidado o quizá no le permiten ser como su Creador. En este sentido, el objetivo primero de la pacificación social es hacer que cada individuo recupere la conciencia de ser “hijo de Dios”, de tal modo que “algo” de parecido tenga con su Padre. Podríamos decir entonces, que hacemos un buen trabajo por la paz cuando las personas que acompañamos en su camino de fe, se “atreven” a ser como Dios.



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