Una experiencia personal
Cuando salí de México por primera vez, destinado a Colombia, para terminar mis estudios y realizar también un primer contacto con culturas y realidades misioneras más allá de nuestras fronteras nacionales, viajé como todo joven: con mucho entusiasmo para ir a trabajar en favor de los más abandonados y necesitados. Me imaginaba como ese gran misionero que iba a salvar a esa gente. En pocas palabras, salí con ese sentimiento heroico de un hombre que se convertiría en la estrella de la película. Me imaginaba grandes cantidades de gente escuchándome, dirigiendo grandes obras y proyectos en beneficio de los más pobres,… en fin, un “mesías esperado” en esas tierras. Pero la realidad que me esperaba cambió mi manera de pensar y de actuar.
Un misionero “comilón, borracho y amigo de pecadores” (Mt 11, 19)
Tal vez te escandalices, pero debo decirte la verdad: ahora me voy a comer con le gente, me tomo una cerveza con algunos, me quedo en fiestas organizadas en las casas y en los vecindarios y, para colmo, tengo amigos que no tienen buena fama, e incluso me quedo a dormir en sus casas. Ciertamente no pocos piensan que soy un misionero que le encanta la fiesta, divertirse y desperdiciar el tiempo conviviendo con gente que no va a la iglesia y que no tiene nada de “moral”. ¿Qué escándalo verdad? Lo cierto es que las fiestas me aburren, me cansan, me estresan… todo ese alboroto y ruido que llaman baile y música, me hace mal. Las comidas no todas me gustan, porque soy medio especial para eso, pero debo comer cosas que hasta me dan asco. Me encanta tener comodidad y privacidad para descansar, mi cuarto solo, pero con la gente me toca quedarme frecuentemente en una colchoneta en el piso, donde otros también duermen, en medio del alboroto de la familia, de los vecinos… y aunque no lo creas, la cerveza me causa repugnancia, no me gusta.
Como uno más entre la gente (Filp 2)
Te estarás preguntando: ¿Entonces, porqué lo hago? Pues eso tuve que aprenderlo en Bogotá, Colombia, donde estuve casi cuatro años. Me pidieron ir a evangelizar a un sector periférico totalmente abandonado. Al principio, quise comenzar como en las películas misioneras que nos pasan a veces: “sonando la campanita” para que la gente llegue a la misa y a la catequesis, como si fuera la más grande novedad en la vida de las personas. Lo cierto es que la gente no le da importancia al Evangelio, y mucho menos al misionero. De hecho, me quedaba solo con el sacerdote que llegaba para celebrar la misa y con las cuatro viejitas piadosas que nos escuchaban y nos decían que hablábamos bonito, pero sin entender lo que decíamos. Por eso decidí hacerle caso a Jesús: entrar en las casas de la gente, quedarme ahí y compartir con ella. Yo lo podía hacer porque soy Hermano, alguien común y corriente, así nos percibe la gente a los Hermanos. Porque el sacerdote causaría un escándalo si participara y se hiciera uno más entre la gente, ya que lo consideran una persona sagrada.
Este entrar en las casas de la gente me hizo entender por qué Jesús le daba mucha importancia a la casa de las personas. Y es que la casa es el lugar de la confianza, de la intimidad, de la libertad… donde se puede hablar de lo que no se habla en los lugares públicos y sagrados. Es el lugar donde tomando un café, desayunando, comiendo, cenando o simplemente tomando una cerveza, vamos dando forma a los sueños, los anhelos y esperanzas de la gente.
Luego estas conversaciones poco a poco se van concretizando en organizaciones, en proyectos familiares y comunitarios. De este modo además de pasarla muy bien, perdí el miedo, como Jesús, a ser uno más entre la gente, semejante a ellos casi en todo, menos en la lejanía de Dios, así nos dice la Carta a los Filipenses (Cap. 2): que Jesús siendo de origen divino, no tuvo miedo de “rebajarse” y hacerse uno de tantos, semejante a nosotros en todo menos en el pecado. Y el pecado no es otra cosa que la consecuencia del estar lejos de Dios. Con esta gente, descubrí la belleza de ser un hermano más entre ellos, un hermano de casa tan igual pero al mismo tiempo tan diferente, que podía ser luz en la oscuridad de su cotidianidad.
Anunciar el Evangelio en la normalidad de la gente
En el trabajo de los barrios periféricos de Bogotá, descubrí la belleza y utilidad de anunciar el evangelio en la normalidad de la vida de la gente y en los espacios familiares y comunitarios. Comencé a creer lo que Jesús decía con su práctica concreta. Es decir, ese pasar con la gente, comiendo, conversando, contando chistes, cuentos, parábolas, historias… Y en esos espacios y lenguaje normales y familiares, ir ayudando a que la gente pueda ver la realidad con sus propios ojos y no desde ideas o visiones de otros; a que estas personas puedan caminar con sus propios pies y dejen de ser esos paralíticos que son arrastrados y llevados por la sociedad a donde no quieren ir o que esperan a que otros los muevan y los empujen a opciones que los llevan al sinsentido de su vida; ayudarlos a que adquieran la capacidad de escuchar a otros y no piensen que son los únicos que tienen la verdad o la razón. Ayudarlos a convivir con el diferente y puedan realizar la solidaridad fraterna concretizada en proyectos barriales para el bien de todos los vecinos.
En ése ambiente familiar y libre, poco a poco se van expulsando esos sentimientos de odio, recelo, desconfianza, ignorancia, inferioridad, orgullo… Eso que Jesús llamaba demonios o espíritus malignos que mantenían como encadenadas las mentes y corazones de las personas. Ese acompañamiento amistoso que personaliza el anuncio del Evangelio y tiene como destino a personas concretas en sus propias casas: Simón, Andrés, Mateo, Jairo, Lázaro… de los cuales unos terminaron siguiendo sus pasos, sus discípulos; otros se hicieron sus amigos, y otros, eternos agradecidos por el bien que les hizo.
Ahí aprendí que el Hermano misionero, anuncia el Evangelio de un modo personalizado cuyo canal es el sentido familiar, fraterno y la amistad como puerta que permite el encuentro afectivo entre la persona y el Evangelio. Entendí que la casa es el lugar de curación, ese lugar donde Jesús hace la mayor parte de los milagros, donde cura al ciego, al mudo, al paralítico, a los encorvados, resucita a los muertos… donde sana dolencias de toda clase.
Pero también aprendí que entrar y quedarse en la casa de la gente requiere la sagacidad, astucia y precaución de la serpiente junto a la sencillez de la paloma. No es un estar ingenuo, es un estar con todos los sentidos despiertos para poder captar el movimiento de los “espíritus malignos” que aprisionan a la gente (Mt 10, 16). Jesús entre regaños, milagros, conversaciones, parábolas… iba cambiando la mentalidad de la gente y cambiaba sus vidas. En estos barrios aprendí a ser como este Jesús: Hermano de casa, el familiar, el pariente, el amigo: el Emanuel (Dios-con-nosotros).
Textos que orientaron mi vida
Para que veas que no te estoy cuenteando y puedas creer que la casa de la gente es el lugar privilegiado para la curación de todos los males, puedes mirar los textos del Evangelio que me orientaron en esta primera experiencia misionera que tuve con la gente de las periferias de Bogotá: Jesús que resucita a la hija del jefe judío (Mc 5, 22; Mt 9, 23), la comilona en casa de Mateo que cambió su vida y lo dejó todo para seguirlo (Mt 9, 30); o esas visitas a las casas de los pecadores para quedarse con ellos y participar de sus fiestas, de sus momentos de luto, para llevarles la paz, devolverles la esperanza y la alegría (Mt 9, 9-26; Mt 10, 11-12); esas explicaciones en la casa, en tono familiar y amistoso, de los discursos que se hacen en público, con paciencia y con todo el tiempo necesario hasta que la gente entienda (Mt 13, 36); ese Jesús que pasa la noche con sus amigos, para descansar, contar sus preocupaciones, sus sueños, sus anhelos… (Mt 21, 17); que se va a la casa de los excluidos y rechazados y se deja querer por ellos (Mt 26, 6); que va a la casa de sus discípulos para curar desde ahí a mucha gente necesitada (Mc 1, 29-34); ése Jesús que transforma la casa en el lugar del anuncio de la Palabra, de la curación y el perdón.
Al final de cuentas lo que quiero decirte es que no me preocupo si algunos me critican por ser un “comilón, un fiestero y amigo de pecadores” por el modo de vivir y convivir con la gente (Mt 10, 24-25), porque esta primera experiencia me enseñó que el Hermano Misionero es de la familia, es de la casa. Y es en la casa, al ejemplo de su Maestro, donde celebra la Pascua de la gente como lo que es: un hermano de ellos. De este modo, desde el sentido de familia y amistad va haciendo que la gente haga la experiencia de pasar de la muerte a la vida (Mt 26, 18ss). Y lo bonito de este Jesús que me encontré en los barrios de Bogotá y luego me convenció de que las cosas deben ser así, es esa actitud de ser como decía San Daniel Comboni a sus misioneros: “una piedra escondida” que no busca ser la fachada de las obras de evangelización, sino parte de los cimientos que no se ven, pero que si faltan, se derrumba todo. Por eso creo que Jesús tiene toda la razón cuando le dice a los beneficiarios de su bien: “Que nadie sepa” (Mt 9, 30). Sí, que nadie sepa, para que los aplausos y reconocimientos los reciba Dios.
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